Suárez, Falcao y los renacidos


Es Suárez pero parece DiCaprio peleando contra el oso en El renacido. Es Falcao pero parece Uma Thurman intentando salir del ataúd en Kill Bill. Sus equipos no ganan. En el Coliseum, todo el mundo se hace la misma pregunta: ¿Por qué no ha quitado a Suárez? Cuando empiezan a hablar el uruguayo está pidiendo cita en el área. Antes de que terminen, ya está mandando callar. En San Mamés, un tigre anda suelto entre leones. Va a chutar Bebé que, cada vez que coge carrera, en Vallecas bajan las persianas. Los seguros cobran un plus por aparcar cerca del estadio. Precedentes más que suficientes para entender que meter la cabeza en uno de sus centros, por llamarlo así, es como parar un cañonazo con la frente. Ahí está Falcao, que ha rematado algo que no sabe si es un coco, una nevera o un compañero. Le da lo mismo.

Suárez y Falcao han muerto y ya están aquí otra vez. Son muertes distintas. El ex del Barça ha fallecido muchas veces. Lo crucifican unas cuatro o cinco veces por partido. La de Falcao fue una sola muerte, pero duró mucho más. Parecía que se iba en su mejor momento, pero lo que se iba era precisamente su mejor momento. No acertó en sus fichajes y su rodilla parecía papilla. Ahora está aquí. Ha sobrevivido incluso a su melena. Debía cumplirse la ley del tiempo. Trayectorias lineales. Entrenas, mejoras, llegas a tu máximo esplendor, empieza la decaída y te retiras. Estamos acostumbrados a la rutina de la parábola del futbolista. Y todo lo que se sale de ahí nos incomoda, por eso cuando algún futbolista empieza lo que parece su decaimiento, lo queremos apartar. Ya no sirve. Está caducado.

Pero ellos pelean contra la obsolescencia programada. Después de la muerte hay otra vida. No hay forma de cargárselos del todo, como los zombies de The Walking Dead en la primera temporada. También ellos cojean. Podría ser por la edad, podría ser porque llevan plomo en las articulaciones, podría ser porque tienen la rodilla para hacer cocido. También puede ser porque en la espalda carguen con una mochila más pesada que las de los niños el primer día de colegio. Llevan las críticas a cuestas. Y lo de por de todo: son críticas cabales, hasta bien hechas, casi imposibles de contradecir. A Suárez, por ejemplo, se le ha dicho que no se mueve, que falla pases y controles, que no se involucra con el equipo, que no participa, que no aporta. Y es cierto, todo eso parece coherente. Pero marca. Y en ese pero lleva viviendo temporadas porque el gol es el arma que puede con todas las demás. Es la carta que cierra el juego.

El fútbol es un deporte de mentiras. Las que te cuentan los demás, las que te cuentas tú, las que te cuenta tu equipo. Un disparo que parecía gol, un fichaje que parecía hecho, un título que parecía conquistado. Cenizas, hasta que llega el gol. El fútbol es un debate eterno. Estamos todo el día hablando de él. Que si el doble pivote. Que si lado débil. Que si líneas de ruptura. Hay tertulias, podcast, resúmenes. El gol apaga la luz. El gol levanta el tablero. El gol dice que te calles. El gol retrata al cuñao y al analista. El fútbol es un día infinito que sólo se acaba cuando el balón se acurruca en la red. El gol, y más a los delanteros, siempre da la razón.

Marcar para ellos es como para ti enviar mails. Son funcionarios del área. Supervivientes del día a día. Falcao es un tigre que se inspira con las rayas de los rivales, ninguna como las rojas y blancas. Suárez eres tú cuando sacas dinero del cajero: no se fía de nadie. Tienen además eso es tan importante: el instinto goleador. Las mejores cosas son las que no se ven: el talento, el duende, el olor a pizza. “Quien dominaba los olores, dominaba el corazón de los hombres”, escribe Patrick Suskind en El perfume. Mientras tengan el olfato de gol, harán con nosotros lo que quieran.

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